La idea de tomar prestada la fecha de nacimiento del genio por antonomasia del arte moderno, Picasso, para señalar con ella el día en el que se rinde homenaje a la más ancestral de las expresiones artísticas: la pintura, constituye, en sí misma, augurio de las mejores perspectivas. Y que, además, la iniciativa surja en Barcelona, ciudad que le acogió y formó en sus inicios artísticos, es aún más determinante. Es un hecho inequívoco que Picasso es, en la actualidad, el icono universal de la pintura, con el respeto que se merecen dioses como Da Vinci o Buonarroti, pero es que el malagueño constituye el símil más popular cuando se hace referencia, por ejemplo, a cosas tan cotidianas como lo bien que pinta un crío: “¡Qué dibujo tan bonico, estás hecho todo un Picasso!” o, también, a lo mal que pinta un adulto: “Y éste, ¿se cree Picasso?”, o para hacer gala de modestia: “¡Sé que no soy un Picasso, yo tengo mi propio estilo!”, incluso, para definir morfologías faciales: “Tienes el clásico perfil picassiano”... Y es que resulta más cercano y menos arcano a la sociedad actual que Leonardo o Michelangelo, no sólo por un asunto de proximidad temporal, es que, además, somos el producto de los demonios revolucionarios que él mismo desató.
Ahora bien, esta idea “temeraria” no tendría buenas perspectivas por sí sola, de no estar motivada e interpretada por unos cuantos de esos endemoniados artífices, a quienes venderíamos el alma a cambio de que nos dejen sumir en sus creaciones. Temeraria, digo, porque hace falta más que agallas, quizá, una profunda convicción de que hay que ampliar las oportunidades, dar cabida a ese representativo universo de comunicadores visuales, intimidados ante la extrema pequeñez del hoyo que admite o reprueba el derecho a penetrar esa hermética dimensión en la que es posible mostrar, proponer, comunicar. Temeraria, como han sido todas aquellas ideas que han hecho cambiar al mundo.
Farly Uzcátegui.
Ahora bien, esta idea “temeraria” no tendría buenas perspectivas por sí sola, de no estar motivada e interpretada por unos cuantos de esos endemoniados artífices, a quienes venderíamos el alma a cambio de que nos dejen sumir en sus creaciones. Temeraria, digo, porque hace falta más que agallas, quizá, una profunda convicción de que hay que ampliar las oportunidades, dar cabida a ese representativo universo de comunicadores visuales, intimidados ante la extrema pequeñez del hoyo que admite o reprueba el derecho a penetrar esa hermética dimensión en la que es posible mostrar, proponer, comunicar. Temeraria, como han sido todas aquellas ideas que han hecho cambiar al mundo.
Farly Uzcátegui.
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